jueves, 8 de junio de 2006

Cuento de mi autoría

El sueño de Runa Uturunku (El Hombre Tigre)

Desperté, extrañamente en paz, de un viaje metafísico.
Me encontraba trabajando en el inicio de un proyecto de explotación de sustancias minerales en la frontera chaco salteña. Las obras en estas tierras selváticas, por razones que no alcanzaba a comprender, se tornaban extremadamente difíciles, y yo era un especialista en el rubro.
Ya nos había advertido un extraño señor que encontramos al llegar: “¡Vuelvan a la ciudad, o la desgracia caerá en sus vidas. Runa Uturunku sólo advierte una vez!”
El mensajero -me contaron los habitantes del pueblo- era un mestizo, de madre quechua y padre blanco. Hijo de una bella mujer llamada Chinpourma, la que derrama colores a su paso, quien de joven sucumbió ante el cortejo de un joven estanciero, a quien por supuesto, luego de la pasión, no volvió a ver jamás. Sus estruendosos llantos al nacer hicieron que su madre lo llame Anyaypuma, que en su lengua natal significa El que ruge y se enfada como el puma. Nunca aceptado en su tribu, despreciado por su impureza, solo encontraba cobijo bajo los acogedores brazos de Chinpourma. Tampoco era bien recibido por la gente de la sociedad blanca, quien veía personificada en él a la peor aberración que sus hijos podían cometer.
Al morir su madre, y siendo aun un niño, sólo y desahuciado, encontró refugio con las almas del impenetrable. Lejos de los poblados, cerca de los espíritus ancestrales de su tierra. Pensamos que sólo era un desquiciado a quien la soledad le había robado sus últimos intervalos lúcidos, y continuamos con nuestra empresa, aunque sus palabras circularon más de lo normal por mi cabeza, y su amarillenta piel se grabó en mi retina.
Levantar el campamento fue una tarea ardua. Medimos unas seis hectáreas y comenzamos a despejar el área con nuestras motosierras, hachas y demás enceres. Los hombres trabajaron largas jornadas bajo condiciones climáticas por momentos insoportables. Había dirigido proyectos en los lugares más remotos y en primitivas condiciones estructurales, mas no recuerdo jamás haber sentido que el sol se asociaba con la humedad en un intento de aplastar nuestros cuerpos en contra del suelo semi pantanoso. Tras dos semanas de esfuerzo, pudimos armar las estructuras de las precarias viviendas que nos albergarían los próximos meses.
Los hombres descansaron en paz la primer noche en el campamento, con el relajo que produce haber superado un gran escollo. Yo, tal vez por no haber cumplido tareas de fuerza a la par de ellos, di vueltas en una extraña mezcla de cansancio e insomnio. Luego de dos horas, y resignado a que no lograría conciliar el sueño, me levanté y me dirigí fuera de mi carpa.
La selva me rodeaba con sus enormes brazos de tupido follaje y tenía la sensación de que me devoraría. En un momento sentí ruidos de pisadas en las cercanías de las máquinas, me quedé inmovilizado, tal vez por el miedo, tal vez por el asombro, tal vez por la paz interior que sentí. La difusa luz del campamento hizo resaltar dos brillosos ojos que al verme, también quedaron inmóviles. Nos miramos durantes algunos momentos, observándonos, hipnotizándonos, claro que el hipnotizado fui yo.
Podía sentir como la bestia entraba en mi mente que no opuso gran resistencia, seguramente por reconocer el enorme poder que aquella poseía. Debo haber estado varias horas en un profundo estado de inconciencia; el nuevo día me devolvió el aliento y el olor a café que escapaba del comedor del campamento me avisó que eran las siete de la mañana. En silencio y sin comentar mi experiencia a nadie me dispuse a iniciar la jornada junto a mis dependientes, dudando de si lo sucedido había sido una experiencia real o una alucinación somnolienta. De lo único de que estaba seguro era de que nuestro trabajo allí no debía continuar.
¡Runa Uturunku solo advierte una vez...! creo que le caí bien, pues me dio una segunda oportunidad. Ordené levantar el campamento y volvimos a la ciudad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno el cuento, sigamos defendiendo nuestras tierras y nuestro planeta