viernes, 27 de abril de 2007

Cuento

Un día Cualquiera

Si el infierno tuviera que trasladarse a la superficie seguramente elegiría esta locación, pensaba el caminante mientras se disponía a cruzar la avenida saturada de humeantes vehículos de transporte público. Estruendosas bocinas de alterados conductores penetraban con brutalidad su sistema nervioso central y lo introducían en un insoportable estado agorafóbico que levemente cedía ante la presencia de alguna belleza, que ocasionalmente se cruzaba en su agobiante caminata.
La lluvia de la noche anterior, breve pero intensa, había limpiado un poco las fachadas grises y formaba pequeños charcos violáceos en los pozos del semi destruido asfalto, víctima de la sobrepoblación automovilística y de la impericia de los contratistas encargados de las reparaciones. Entrada la mañana, el potente calor solar se asociaba con el agua acumulada e ideaban un atentado en contra del bienestar general, materializado en intensa humedad. Las ropas se pegaban al cuerpo con atracción magnética, fundidas en un desagradable cóctel de sudor y smog, que no producía entre los demás ningún rechazo, pues todos los desafortunados peatones circulantes eran víctima del fenómeno.
Si algo le faltaba al caminante para terminar de odiar el lugar en donde se encontraba, fue pisar una floja baldosa de vereda, la cual, en un movimiento catapultezco, lanzó hacia sus zapatos y pantalones, pequeñas cantidades de agua mugre, que horizontalmente desplegadas, parecieron ser litros del espeso líquido.
Si fuera posible la idea del fuego en la mirada, la de él era precisamente aquella de la que emergen encendidas brazas furibundas, susceptibles de intimidar al más valiente de los compadritos. Soltó su gastado portafolios, aflojó el nudo de su corbata estranguladora y elevando la transpirada cabeza esbozó una onomatopeya sin significado literario pero con gran contenido emocional: “GGGGRRRRAAAAAAAAAAAAAAAARRRRGGGG”. El alarido se prolongó durante eternos segundos y la multitud volteó la mirada hacia la fuente de tan poderosa expresión iracunda. Un Sr. que pasaba cerca, al observarlo, tiró sus expedientes que meticulosamente había ordenado por orden alfabético y se unió a su rabioso concierto. Un agudo alarido provino de la vereda de enfrente, una desatada secretaria ejecutiva vestida con su sexy uniforme proveído por el jefe comenzó a entonar su desafinada canción del hartazgo y sus cuerdas hicieron vibrar los vidrios de las oficinas de la zona. Como ecos montañosos se sumaron a la manifestación decenas, cientos, millares de voces insatisfechas que transformaron el espacio urbano en lo más cercano posible a un repleto y caliente estadio de fútbol.
El caminante, agotado en su descarga quedó inmóvil ante el espectáculo que se desarrollaba a su alrededor. Todas y cada una de las personas que por allí pasaban se unían al griterío, como abejas a la reina. Todas excepto una, un hombre de avanzada edad y cara surcada que conducía un improvisado carro tirado por su maltratado caballo de tonos algo rojizos, lo observaba fijamente mientras esbozaba una creciente sonrisa inclinada para el lado izquierdo de su rostro. Tal vez sería uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, en versión local y modelo 2007, pensó. Tal vez el infierno sí había elegido aquella locación y comenzaba la mudanza.

miércoles, 11 de abril de 2007

Relatos breves - La chica del bar

En una habitual combinación de tristeza y cansancio, sus ojos se alinearon en una profunda mirada que apuntaba a la uniforme pared que marcaba el límite de su celda en las próximas horas. Jóvenes con pretensiones de vencedores se refugiaban en aquel local, buscando materializar esos deseos o evadirse del peso de sus fracasos. Ella, obligada por su tarea, solo atinaba a sonreir ante cada intento de conquista propinado por los visitantes. Servir a los derrochadores, con el objetivo de subsistir, era su trabajo. Tomando las fuerzas que sólo poseen los que luchan desde abajo, resistió estoicamente la nocturna jornada extendida hasta el alba. Rindió sus cuentas, tomó su abrigo y mirando el suelo caminó entre niebla hacia su pequeña habitación en donde la esperaban sus cinco minutos de meditación, previos al necesitado descanso…

miércoles, 4 de abril de 2007

Cuento Nº 5

LA ULTIMA ETAPA

Las próximas veinticuatro horas las ocuparé en actividades cuyo fin principal no será otro que hacer más llevadera la espera del próximo día. ¿Por qué espero el día de mañana? No lo sé, nada interesante aparece en mi agenda, pero tal vez algo suceda y cambie mi perspectiva de las cosas. Las mismas caras, los mismos lugares, las mismas tareas… Me levantaré con la luna aún en plan de continuidad, me pondré mi uniforme color gris petróleo, originariamente verde del mismo tipo, bajaré las angostas escaleras que en más de una oportunidad exhibieron sus intenciones homicidas y tomaré el transporte que me llevará a mi fuente de sustento y hogar por las próximas diez horas.
Quizás al chofer se le ocurra cambiar la habitual ruta y pueda conocer nuevos barrios. Tal vez mis compañeros hayan leído el mismo capítulo del libro que me tiene entretenido. Mejor aún, una nueva compañera de elegancia sobresaliente y poco habitual simpatía podría sentarse a mi lado e iniciar una bonita conversación. Si esto no ocurre, bien podría alegrarme que mi jefe me felicite por mi esfuerzo y dedicación y decida que es hora de otorgarme un merecido aumento o calificación de tareas. Aunque debo decir, con convencimiento de cruda verdad: nada de eso sucederá. El viejo ómnibus tiene predeterminado el único camino en donde no hay inspectores de control de tránsito. Mis compañeros se entretuvieron mirando un popular programa de actuaciones musicales de poco talento, a la nueva y hermosa compañera la pasa a buscar un gerente en su auto importado y al llegar lo único que recibiré son exigencias de elevación del número de piezas que pidió un cliente de un país vecino.
Una y otra vez las preguntas dan vueltas por mi mente. Hace años que las formulo, las respuestas han variado. En una primera época concluían en agradecimiento por tener trabajo, después pasé a la etapa de conformismo sin satisfacción, bronca por no poder elegir libremente mis destinos, auto atribución de culpas por no haber actuado distinto o aprovechado supuestas oportunidades. Hoy me encuentro en la última etapa del largo camino a la muerte emocional: la resignación. Pasó mi cuarto de hora, los caminos sólo son de ida y llevan a una rutinaria y vacía vida, signada por las largas esperas del fin de semana. “Ya no seré feliz, tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo…” palabras de un poema que parecía inspirado en mí. Tal vez no en mí particularmente, pero sí en los que al igual que yo, andan deambulando entre ánimas frecuentadoras de nostálgicos tugurios del alma.
A veces me levanto con mejor ánimo, inspirado tal vez en algún sueño que no puedo recordar, pero en el que seguramente era feliz, me realizaba personalmente, viajaba por el mundo en búsqueda de intensas aventuras en donde yo era el protagonista de mi vida. Luego de diez minutos, la poderosa realidad me devuelve a mi estado anterior con la velocidad y la fuerza de un cachetazo propiciado por las manos más grandes que mi rostro haya experimentado.
¿Será que esto que se ha dado en llamar vida no es otra cosa que un montón de años que se acumulan esperando el momento del apagón? ¿Será que el destino de algunos es la grandeza y el de otros es dedicarse a ellos? ¿Será que todos los sueños de juventud son concientes deseos con escasas chances de cumplimiento? Tal vez así sea, al menos en mi experiencia.
Qué más puedo decir, mi nombre es Julio Armando Jiménez, soy lo que los sociólogos han estudiado durante años: un hombre común con ansias de ser descomunal, preso de sus circunstancias y de sus decisiones basadas en ellas. Uno más de los millones de mi clase, que día a día se esfuerza para enriquecer a otros, fabricando cosas que nunca podrán adquirir.
Tal vez esta noche deba encender mi televisor y mirar el show musical, pues si a todos les encanta, algo tendrá…