viernes, 26 de enero de 2007

Cuento propio Nº 2

La visita al pueblo

Desesperado corría el sujeto, como perseguido por la luz mala. El miedo de no llegar a tiempo se manifestaba en los cada vez más fuertes retumbes que emergían en el costado izquierdo del esternón. La velocidad y concentración en su carrera le impedían enhebrar algún pensamiento lógico; como un caballo con sus anteojeras, sólo la meta estaba en su no muy incisiva mente de servidor.
-¡Tengo que llegar! ¡Tengo que llegar!, exclamaba enmudecidamente mientras continuaba en su alocada carrera a su destino. Ni las penumbras de la noche que todo lo devoraban, ni los sonidos de algún peligro que implique serios riesgos a su integridad física, obstaculizaban su maratónica emprendida.
Aquellos años de insolente furia alimentada por desplantes, incumplimientos, abusos y prepotencia, habían quedado en el olvido, tal vez borrados por la pesada e inquisidora mano de la justicia, administrada por supuesto por sus naturales y más acérrimos enemigos, aquellos mismos que lograron colocarle el yugo que lo catapultó a una vida de obediencia y reconocimiento a sus superiores.
A lo lejos podían divisarse tenues luces movedizas que parecían perderse entre los zigzagueantes senderos que guiaban a los primeros destellos de civilización de la región.
Cada tanto la desesperanza se presentaba ante él, personificada en extenuante cansancio, pero el sujeto, acostumbrado a los avatares de una vida signada por la lucha, en ningún momento cedió ante la seductora tentación de algún improvisado asiento, caprichosamente armado por el entorno natural.
Cualquier otra persona no se hubiera preocupado por remediar el infortunio ocurrido ante sus ojos, pero él, con un absoluto sentido de responsabilidad y totalmente conciente de sus obligaciones, haría cualquier cosa que esté al alcance de sus manos y más, para cumplir con su gente.
Los kilómetros se sumaban a la lista de cumplidos y el sendero elevó su categoría a la de camino rural, allí hasta donde las máquinas llegaban a emparejar. Lejos de relajarse al avistar la cercanía, apresuró el tranco y solo restaron minutos para que llegue a la modesta Estación de Servicios, único comercio del paraje que a su vez hacía las veces de almacén, farmacia, veterinaria y pulpería. La felicidad colmó su alma al ver aquella camioneta importada cuya marca le costaba horrores pronunciar.
Detuvo finalmente su marcha, acomodó un poco su ropa, sacó de su bolsillo una pequeña bolsa, tomó profundo aire y con la firme actitud de quienes tienen certeza de lo correcto, entró al local. Se dirigió a una improvisada mesa lista para la cena, miró fijamente a su objetivo y dijo ante la sorpresa de aquel señor:
-¡Patrón! Pensé que se había ido. Aquí le traje los anteojos que se olvidó sobre la mesa del caserío.
- Que casualidad que justo Ud. tenía que venir de visita al pueblo, dijo el Sr.
- Sí... de visita al pueblo...
- De todas formas siempre tengo un par de repuesto. Ahora si me disculpa Vivas, la cena está por llegar…
Su cuerpo comenzaba a pasarle factura por el extremo sometimiento al que había sido sometido, Vivas dio media vuelta y se retiró en silencio. A paso de hombre, volvió a adentrarse en la espesura de aquellos casi intransitados caminitos que lo llevarían a su morada, con la esperanza de encontrar algún noble animal que quisiera ser su alimento de la mañana siguiente.

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