miércoles, 28 de febrero de 2007

Cuento Nº 3

EL AVE ZAMBULLIDORA

Caía la noche y mi hogar temporario apenas eran unos caños flexibles en forma de X, a la espera de su formal recubrimiento. No sabía con certeza donde me encontraba, pero sentía un gran pálpito que me guiaba hacia mi destino, aunque éste no figuraba en mis modernos mapas.
Mientras finalizaba los detalles de mi tienda de viaje comencé a recordar el largo camino que me había llevado hasta ese recóndito lugar, en búsqueda de algo que no podía terminar de entender, pero que me empujaba constantemente a seguir intentando el camino de la explicación, como un legado inevitable y perturbadoramente deseado.
Cuando niño fuimos con mi familia de paseo a una vieja casa de campo, casi escondida, enclavada en un desierto campo patagónico que parecía carecer de todo rastro de humanidad. El paseo se prolongó en el tiempo y de a poco comprendí que no volveríamos a la ciudad. Tal vez mis padres no quisieron que sienta la violencia del cambio y por eso ocultaron inicialmente las intenciones del traslado. Creo que me subestimaron, pues aquellos momentos fueron muy de mi gusto y mi adaptación fue inmediata, ayudada por la envolvente belleza y el a veces mágico misterio del lugar. Una helada mañana sentí unos extraños sonidos, distintos de los habituales crujidos de las puertas que se quejaban de la falta de aceite en sus oxidadas bisagras. Sin ningún temor bajé de mi lecho y me dirigí a la sala por un pasillo oscuro que a esa altura podía recorrer con los ojos vendados. Al avanzar pude descubrir que esos raros sonidos no eran otra cosa que sigilosos pasos que, al advertir mi presencia, apuraron su marcha y rápidamente se esfumaron como un ánima, sin ninguna señal de continuidad.
Fue allí cuando mi curiosidad por aquel misterioso suceso nació, creció y se desarrolló, transformándose casi en una obsesión. Todas las mañanas me levantaba siguiendo aquellos pasos, que con el tiempo se acostumbraron a mi presencia y me permitieron casi alcanzarlos en muchas ocasiones. Seguramente pudieron leer mi mente y advirtieron que no les temía y no pretendía otra cosa más que saciar mi apetito de respuestas. Extrañamente, un amanecer los ruidos se volvieron estruendos por largos segundos, para luego dar lugar a la absoluta calma; bajé de mi cama como tantas veces y al apoyar mi pié derecho en el entablonado pude verla; estaba allí, todas las razones de mi corta existencia confluyeron en aquella habitación en el medio de la nada.
Era una niña de unos 11 años de edad, con largos cabellos negros y cautivante mirada, envuelta en pieles y plumas que evidenciaban el paso del tiempo. Me miraba. Se rió al ver mi pijama con estampados de cohete destartalado, uno de mis preferidos personajes de los escasos dibujos animados que podía ver en mi anterior hogar. ¿Quién eres? ¿De donde vienes? ¿Cuál es tu nombre? ¿Por qué vienes a buscarme? fueron las primeras palabras que salieron de mi sorprendida voz.
-No vengo de ningún lado. Siempre estuve aquí. Me respondió la niña.
-Mi nombre es Wala y tú me encontraste a mí. Ahora debo marcharme y cuando demuestres que posees lo necesario sabrás mi historia.
El canto de un ave desvió mi atención y al volver la mirada, Wala desapareció. A partir de ese momento mi vida cambió para siempre y solo pude pensar en ella, sobre todo en qué era lo que quiso decir con “poseer lo necesario”. Pasaron semanas, meses, nunca volví a verla. Volvimos a la ciudad un mes de diciembre de 1983.
Retomé el colegio, reencontré amigos y los años transcurrieron con relativa tranquilidad. Pero de tanto en tanto me despertaba en las mañanas temprano con las incumplidas esperanzas de ver a Wala a mi costado. Mi desazón por creer imposible nuestro reencuentro me llevaba a extremos depresivos, furias interiores y expectativas insatisfechas. Hasta que un día, mirando T.V., vi un rostro que me recordó a mi visitante. Eran imágenes de una reserva mapuche, cercana a la casa de la aparición, que denunciaban ante un medio la venta de tierras de su dominio originario a un Sr. de un país que ellos no sabían bien donde quedaba.
Mi mente de un aún preadolescente no me permitía entender la gravedad del conflicto, pero esos rostros familiares acercaron a mí nuevamente las ilusiones del anhelado reencuentro. En ese momento no podía lanzarme a la búsqueda, pero con solo saber que existía la chance me tranquilicé y pacientemente aguardé el momento de mi verdad.
Pasaron así los años de mi adolescencia. Al llegar a la mayoría de edad mis padres se ofrecieron a llevarme de viaje adonde quisiera, y sin dudarlo les pedí llevarme a la vieja casa de aquel campo. Sorprendidos, pero sin preguntarme las razones accedieron a mi deseo.
Fue así que partimos hacia el sur andino. No recordaba lo largo que era el viaje, tal vez mi ansiedad eternizaba cada minuto transcurrido mientras nos desplazábamos por intransitadas carreteras. El reencuentro con la casa no fue lo esperado. Derroida por el paso del tiempo, dejaba a las claras que ningún ser humano había estado allí en los últimos 12 años. Aquellas robustas puertas de madera autóctona habían mutado en una especie de indicador de límite interior exterior, pero que distaba mucho de ser la protección del hogar de toda inclemencia externa. Los tejados parecían depósitos de hierbas que brindaban fantástico hábitat a insectos, roedores y pájaros. Las ventanas simplemente carentes de existencia. Inhabitable desde todo punto de vista, aún para los espíritus más adaptables.
-Iremos a un hotel, dijo mi padre.
Yo asentí resignado, con el típico movimiento de cabeza indicativo de afirmación.
-Eso no significa que no nos quedemos, replicó mi madre.
Ignoré estas palabras inicialmente, aunque luego fueron el nudo de mi desenlace.
En el trayecto al pueblito que nos alojaría pude ver, para sorpresa, un cartel indicativo de la cercanía del ahora devenido en asentamiento mapuche que la televisión me había enseñado. Sin emitir sonidos pero prestando mucha atención memoricé el camino que creí que me guiaría en mi misión. Así fue que a la mañana siguiente, mientras mis padres se habían ausentado sin aviso, tomé mi equipaje compuesto de una tienda, ropa de abrigo y algunos entremeses, y partí a paso de hombre.
El paso de las horas combinado con mi ritmo sostenido me depositaron en las puertas del primer rancho precariamente adobado. Infructuosamente golpeé mis manos a modo de llamada y nadie acudió a recibirme. Seguí caminando por el sendero y más viviendas deshabitadas se presentaron ante mí. Por primera vez sentí ganas de olvidarme de todo el asunto y sepultarlo en el lugar destinado a los fracasos y así, casi convencido de volver fue cuando algo detuvo mi marcha. El canto de un ave, aquel mismo que indicó el último segundo que vi a Wala, retumbó en medio de la calma proporcionada por el despoblado entorno.
-No eres es primer hombre a quien ese sonido altera, aunque sí el primer hombre blanco. Dijo una extraña voz masculina que provenía de un oscuro ranchito sin puertas.
-Quién es Ud. y por qué cree que ese canto me perturbó?
-Soy el último habitante de estas tierras bañadas de sangre. Después del desalojo los demás emigraron a las afueras de la capital. Ese pájaro no vuela nunca solo, su compañera es quien ha perturbado a valerosos hombres que luego de oír su canto, han sacrificado sus vidas por develar el misterio de la niña Wala.
-Ud. la conoce, sabe donde puedo encontrarla?
-JaJa! Veo que no desistes. Conozco tu historia, se que has vivido aquí cuando niño y también sé que la niña se apareció ante ti. Sé que debiste marcharte pero siempre deseaste volver. Sé que respetas lo que no conoces y tus sentimientos son nobles. En definitiva, sé que tu destino y el momento de tu verdad están próximos a fundirse.
- Diría que posees lo necesario, pero falta una etapa. Marcha hacia la dirección donde el sol es devorado, sube por las filosas piedras de la montaña oscura y no te detengas hasta que no avistes una pequeña formación boscosa casi oculta por la bruma. Es hasta donde puedo indicarte, desde allí, andarás por tu cuenta.
Nos despedimos con las miradas y, utilizando energías que desconocía poseer, llegué al bosque brumoso, en donde ahora me encontraba acampando. La carpa tenía ya su apariencia original y envuelto en todo medio de cobijo a mi alcance descansé de mi travesía, llevando a mi inconsciente la imagen de su rostro que aun perduraba en mis retinas.
Al despertar tuve una rara sensación física, parecía estar flotando. Rápidamente salí de la tienda y en una mezcla de tranquilidad con nerviosismo pude verla desde lejos. Estaba allí, llevé las manos a mis ojos como tratando de ver mejor, y no lo dudé más, Wala estaba frente a mí. Dudando entre correr hacia ella o permanecer inmóvil para no perturbarla, el medio físico me indico la segunda opción, a mi alrededor sólo se veía la inmensidad de un lago con claras ostentaciones oceánicas.
Al notar mi presencia, ella se dirigió hacia mi ubicación, levitando sobre el espejo movedizo sin quitar su vista de mi rostro.
-Te estábamos esperando, dijo con celestial voz. Acompáñame, puedes desplazarte al igual que yo.
-Qué sucede? De donde salió este lago? Hacia donde nos dirigimos? Pregunté mientras avanzábamos hacia el iluminado centro del acuífero.
-Esas preguntas que durante tanto tiempo te formulaste y esa necesidad de explicaciones a lo ocurrido mientras estabas en aquella casa serán respondidas en breve, pero no por mí, tu mismo lo entenderás.
Fue entonces que vi a mis padres en el centro de la luz, jóvenes, tal como se veían cuando vivíamos en el campo. Estaban tomados de la mano, mirándome con sus brillosos ojos que denotaban pura emoción. Vinieron a mi mente extraños recuerdos que nunca creí haber vivido.
Aquellos estruendos que había escuchado la madrugada de la aparición retumbaron nuevamente en mis oídos, con la diferencia de que ahora veía su origen. Hombres encapuchados con enormes armas de fuego ingresaban a la casona con el claro objetivo de encontrar, eliminar y desaparecer a mis padres, pero se encontraron conmigo también y sin siquiera discutirlo, completaron su verduguezca tarea.
La niña, Wala no era otra que aquella que hizo propio el lago Budi y convirtió el espíritu de éste en el ave zambullidora, quien sería su acompañante en la eternidad. Este espíritu ancestral mapuche nos había escogido a nosotros, moradores ocasionales de sus tierras, como dignos de ser inmortales y volar junto a los hombres valerosos, cuan custodios de aquellas almas puras que sufren injusticias propiciadas por las impuras, que prevalecen por la propia fuerza de su odio, pero nunca más allá de su efímera mortalidad.
¿Sobre mi retorno a la ciudad en aquel momento? Tal vez fue una prueba de mi dignidad, tal vez el niño que fui debía dar paso al hombre en que me había convertido. Una u otra, mi destino y mi momento se fundieron, y por primera vez en mi vida me sentí completo.

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