domingo, 5 de agosto de 2007

Relato

25 por ciento

Escasos siete años. A esa altura de su vida Yolanda ya había aprendido la más importante y dolorosa lección que alguien con iniciado proceso de conciencia pueda recibir. La pérdida de su joven madre la transformó junto a su pequeña hermana en precoz trabajadora rural, siempre al servicio de las numerosas bocas que día a día tenía obligación de alimentar.
La casa que habitaban era un típico hogar de campo de principios de siglo XX. Amplia cocina y aún más amplio comedor, un par de dormitorios aglomerados de camas, imprescindible sótano para almacenamiento y vastas tierras de labranza de propiedad de terceros rodeando la precaria construcción.
El repentino canto de un gallo avisaba a la familia el comienzo de una nueva jornada en la cual cada uno se levantaba con la lista de obligaciones incorporada; las de Yolanda comenzaban con la preparación del desayuno de hermanos y padre, quienes en su mayoría hombres, devoraban con limitados modales cada migaja del abundante pan que amasaba subida a una silla, siempre acompañada Pepita, entrañable compañera del alma que le obsequió mamá tiempo antes de partir.
El proceso de calentamiento global aun no daba muestras y los inviernos a metros de la laguna sometían durante cada uno de sus noventa días a cualquier improvisado que intentara envalentonarse sin la adecuada cantidad de abrigo requerida. Pintados de blanco y resistiendo el embate solar, los helados pastizales se abrían formando un sendero por el cual Yoli y Pepita caminaban, cargando una red de pesca varias veces más voluminosa que ellas. Es que la naturaleza proveía, pero ofrecía una importante resistencia a quienes deseaban sustentarse de sus frutos.
Durante todos y cada uno de los días de su infancia sin muñecas y su adolescencia sin bailes, Yolanda dedicó sus esfuerzos en cargar su cruz. ¿Su recompensa? Ocho horas diarias de libertad imaginativa durante las cuales experimentaba sueños de princesa, que pujaban en dialéctica relación con la insoslayable crudeza de la realidad.
Tal vez conmovida ante la carga que le había asignado, la vida decidió inclinar la balanza para el lado de la justicia y gratificó el sacrificio con la llegada del amor. Ya en su segunda década, atraído por sus ojos de cielo y grandeza de espíritu, Mariano abdicó ante ella y le juró amor eterno, el cual fue aceptado y retribuido. Así llegó una nueva vida, un nuevo hogar y una nueva familia, la propia.
Ochenta años pasaron desde aquellos fatídicos siete. El milagro de la trascendencia generacional le presentó hijos, nietos y bisnietos que por momentos inundaron de felicidad su existencia, mas siempre recuerdo que, al hablar de su niñez, esos ojos de cielo no podían evitar tornarse vidriosos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

cada día escribís mejor y cada día te quiero más